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ADOPTAR
UNA NUEVA EXPRESION DEL ESTADO
(Critica
al enfoque funcionalista)
Oscar
A. Fernández O.
En
buena parte del mundo, las últimas décadas han sido testigo de
transformaciones fundamentales, tanto en las relaciones entre los
Estados y sus sociedades nacionales como en los patrones de
organización económica y política en el plano internacional.
Fenómenos
como la desregulación y apertura de mercados, el ajuste del Estado y
la economía, la desocupación y flexibilización laboral, la
privatización de empresas y servicios públicos, la
descentralización administrativa y la integración regional, han
redefinido los roles tradicionales del Estado nacional
-principalmente sus funciones benefactoras y empresarias-
replanteando a la vez el papel del mercado, la empresa privada, los
actores y espacios sub- y supra-nacionales. Estos procesos han
contribuido a conformar distintas modalidades de un capitalismo
desorganizado y difuso, pero hegemónico respecto de otras formas de
organización económica.
En
los inicios de la década del 60 en el pasado siglo, la
Administración Pública de los países de América Latina inició
procesos sistematizados en búsqueda del mejoramiento, la
racionalidad y la equidad en la prestación de servicios y la
ejecución de acciones por parte de las instituciones públicas.
Estos procesos que en buena medida aumentaron la capacidad del
servicio público, fueron interrumpidos abruptamente por la
imposición de un modelo basado en la teoría de la eficacia del
mercado sin regulación.
Desde
ese momento, ininterrumpidamente, ha persistido un interés por la
eficiencia y la eficacia “empresarial” en las instituciones y
procesos de gestión del sector público. Es decir un Estado apéndice
de los grandes capitales transnacionales que impone los vaivenes del
mercado.
Los
análisis funcionalistas, las visiones pragmáticas y los teóricos
de la lógica del capital, instituyen la explicación de la crisis
política en una disfuncionalidad del tipo de acumulación y su forma
estatal y, en consecuencia, la entienden como una reestructuración
sistémica de las relaciones sociales de producción, no como el
producto de las contradicciones históricas de clases entre
explotadores y explotados.
La ilusión de que
la lucha de clases ha desaparecido y es una batalla obsoleta se la
han hecho creer a las clases trabajadoras; el capital siempre ha
tenido clara su permanencia. Así lo enunciaba sin ningún pudor en
una declaración pública uno de sus magnates, el multimillonario
Warren Buffet, cuando le preguntaron si creía que la lucha de clases
era ya un concepto obsoleto e inútil, respondió que obviamente no,
que la lucha de clases se mantenía, sólo que ahora esta lucha, la
estaba ganando su clase.
Así,
hoy la lucha de clases aparece como síntoma y los actores sociales,
como portadores de una nueva racionalidad funcional a la
reestructuración. En esta interpretación, las formas del Estado son
derivadas del patrón de acumulación y las clases populares son
externas a la nueva configuración estatal. Son objetos de
dominación.
La
nueva “hegemonía” que una reestructuración del capital impone,
atañe más a la re-configuración de los bloques de las clases
dominantes que a una reconstrucción del tejido social. En
definitiva, en esta visión estrecha, el Estado se simplifica como un
agente clasista de dominio, en vez de ser la expresión de nuevas
relaciones de fuerza sociales que atañen a todas las clases y
sectores de clases. Hablamos del Estado democrático con un
componente fundamental de participación activa de la gente.
De
tal manera que cuando proponemos repensar el Estado, no estamos
hablando de restablecer el Estado sin cambiar el sistema y reenfocar
las alianzas estratégicas. Estamos hablando de una nueva naturaleza
del Estado, que no se coloque por encima de la sociedad, sino inmerso
en la sociedad, con capacidad y fuerza para hacer los cambios que
demandan los pueblos.
En
el fondo existe un rechazo existencial a entender las formas del
Estado como expresión dinámica de las relaciones de fuerza sociales
y políticas y comprender los intereses contradictorios que adquiere
la misión de la reproducción social capitalista con las formas a
las que se ve obligado el Estado capitalista para lograrlo.
Función
y forma pueden estar en contradicción, y el grado en que lo hagan,
puede decirnos mucho sobre la configuración del Estado y del
carácter de la articulación hegemónica (Sanmartino: 2009)
Al
comienzo del nuevo siglo irrumpió la crisis del neoliberalismo
latinoamericano. Los desequilibrios generados por ese modelo salieron
a flote en toda la región, junto a la creciente primacía del sector
exportador en desmedro del desenvolvimiento interno. Aumentó la
heterogeneidad estructural de la economía y se concentraron las
actividades más rentables en un puñado de empresas. La capacidad
del estado para priorizar las decisiones de inversión quedó muy
debilitada.
Las
dos etapas neoliberales de ajuste y apertura no sólo deterioraron
los ingresos populares. También provocaron la desintegración de la
vieja industria local gestada durante la sustitución de
importaciones. Se acentuó la vulnerabilidad de todas las economías
ante la descontrolada afluencia o salida de capitales externos.
También se intensificó la dependencia del vaivén internacional de
los precios de las materias primas.
Todas
las prédicas de ortodoxia fiscal, cuidado monetario y prudencia en
la expansión de la deuda pública fueron archivadas. Se optó por el
costoso crédito externo para lidiar con las asfixias generadas por
el propio modelo. En muy poco tiempo los mitos del rigor neoliberal
en el gerenciamiento del estado quedaron desmentidos. Esta política
desembocó en la misma opresión de pagos que ha hostigado
repetidamente a la región.
Los
levantamientos populares no se hicieron esperar. El neoliberalismo
latinoamericano fue socavado. Este resultado determinó la principal
singularidad de este proyecto en la región. Las protestas pusieron
un límite a la ofensiva del capital, especialmente luego de cuatro
alzamientos victoriosos (Argentina, Bolivia, Ecuador y Venezuela) que
tumbaron a los artífices del ajuste.
La
retórica que adoptó el Banco Mundial es muy representativa de este
cambio. Los promotores del ajuste han endulzado sus recetas y
esgrimen una hipócrita preocupación por la pobreza. Reconocen las
“fallas de mercado” y promueven alguna regulación del estado
parar corregir los excesos de la acumulación (Buket: 2003)
En
lo que se refiere a democracia, ésta se ha prestado a mucha
confusión en el lenguaje político, la variedad de definiciones
(algunas de ellas a conveniencia de quienes detentan el poder)
provoca que se entienda y funcione de manera infortunada, pero para
la explicación científica de lo político y la política, es
fundamental, como el cuerpo humano para la medicina, o como la
materia y la energía para la física. Saber lo más objetivamente
posible su definición y sobretodo su funcionamiento en forma
maximalista, nos llevará a entender sus posibilidades y límites. El
ideal democrático, sostiene Sartori, no es totalmente la realidad
democrática, ni la demostración real es totalmente ideal.
Con
Estados débiles y mínimos sólo puede aspirarse a conservar
democracias electorales. La democracia de los ciudadanos, requiere de
una estatalidad que asegure la universalidad de los derechos y el
cumplimiento por igual de los deberes. Repensar el Estado en un
contexto de desmontaje del neoliberalismo, es tener la visión de un
cambio fundamental,
que supere tanto la lógica neoliberal como la neo-institucional, en
el sentido de que los problemas de nuestras sociedades,
no son esencialmente institucionales.
El
asunto del Estado en El Salvador, es promovido desde una visión
reduccionista del problema de lo político, a una cuestión de
instituciones y administración. El verdadero problema es en
realidad, cómo impulsar un nuevo sistema de desarrollo integral, que
garantice permanencia en el tiempo, promueva la conciencia política
y la participación del pueblo y sea inclusivo, para lo cual se
requiere re-conceptualizar y rediseñar el Estado, replantearnos la
problemática del poder y construir la democracia auténtica y
efectiva.
Por
lo tanto, no se trata únicamente de redefinir el perfil del Estado,
sino también de establecer, incluso como condición necesaria de su
reforzamiento, el papel que cabe a la sociedad, en el nuevo matriz
socio-política que se está configurando. (Ozlak: 1997)
Este
tipo de inquietudes replantea la legitimidad del espacio público y
el espacio privado, así como la aproximación deseable entre
sociedad y Estado. Rescata también el papel de la representación
política y de la participación social, es decir, de los nuevos
espacios, actores y mecanismos a través de los cuales podrían
crearse contrapesos sociales e institucionales inspirados en valores
democráticos participantes, para que la agenda pública refleje
efectiva y equitativamente las demandas y necesidades del conjunto de
la sociedad. Para ello es necesario recuperar la memoria histórica,
la Agenda de nuestra lucha social, pues está no se construye solo en
los libros o en los archivos, sino a través de lo que Noam Chomsky
denomina los “aparatos de producción del consumo ideológico
dominante”, y estos aparatos están hoy sesgados relegando a las
izquierdas.
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