REDIMENSIONAR EL ESTADO-NACIÓN Y RECONSTRUIR DEMOCRACIA
Oscar A. Fernández O.
La crisis del Estado-nación, a la cual asistimos hoy, es un fenómeno relativamente reciente cuya aceleración aumenta a medida que las condiciones que la provocaron se agudizan. Existe a la base, una inmensa ofensiva ideológica contra el Estado que desencadenan los medios políticos, académicos y de prensa más apegados al capitalismo neoliberal. Esta ofensiva, que impugna el papel del Estado en todas sus dimensiones, socava los fundamentos políticos, sociales y culturales del Estado-Nación.
En la actualidad existe un amplio consenso mundial que la reducción del Estado emprendida por el interés de los organismos multilaterales de crédito, ha contribuido a establecer un importante debate político y científico sobre la necesidad de su recuperación.
A partir de los años ochenta, El Salvador y otros países de la región iniciaron una doble transición, de régimen político y régimen socio económico. En efecto, el tránsito desde un régimen autoritario a uno democrático fue sucedido de inmediato por un brusco viraje desde un modelo de estado centrista a una mercado-centrista. En El Salvador, esta transformación sucedía en plena guerra civil, la cual también fue un factor importante en el desmontaje de la dictadura militar, por parte de las fuerzas insurgentes.
Aunque dicho modelo fue presentado pomposamente como una reforma del Estado moderno, en los hechos solo provocó una reducción del aparato estatal, bajo la promesa de que ese modelo establecería un Estado eficiente. El descomunal traslado de los bienes y herramientas de control al mercado, concretada en esos años y consolidada en los 90´s, no se trató en ningún momento de alguna forma de Estado, ni mucho menos su consolidación, sino más bien su debilitamiento.
El Estado fue reducido a su dimensión económica, como administrador de los grandes negocios y la especulación financiera privada, ignorando por completo su papel social y otras tareas no menos relevantes como la seguridad pública y el desarrollo de la administración de justicia.
El desmantelamiento del Estado ocasionado por las denominadas reformas pro-mercado puso pronto en evidencia que un régimen democrático descansa en la estructura del Estado y que un Estado reducido no promueve una democracia mejor, en la que el ciudadano tenga las voz cantante.
En el campo científico de la sociología política conceptos como poder, sistema, gobierno, estructura y otros, pero especialmente el de democracia, son accesibles sobre procedimientos conceptuales específicos, por esto la gran necesidad de la definición y la construcción lingüística base de la investigación científica. Se puede vivir con el sentido común, pero no existe razón para rechazar el lenguaje científico, pues sobran informaciones e ilusiones, pero faltan marcos de referencia que las interpreten. Los datos son imprescindibles, de hecho la ciencia se nutre de datos, pero ellos no son por muy empíricos que se presente, un fin en sí, requieren ser interpretados, comprendidos y explicados.
En lo que se refiere a democracia este se ha prestado a mucha confusión en el lenguaje político, la variedad de definiciones (algunas de ellas a conveniencia de quienes dirigen el poder) provoca que se entienda y funcione de manera desafortunada, pero para la explicación científica de lo político esta es fundamental, como el cuerpo humano para la medicina, o como la materia y la energía para la física. Saber lo más objetivamente posible su definición y sobretodo su funcionamiento en forma maximalista, nos llevará a entender sus posibilidades y límites. El ideal democrático, sostiene Sartori, no es totalmente la realidad democrática, ni la demostración real es totalmente ideal.
A partir de los fundamentos teóricos, se argumenta que la democracia supone una idea del ser humano y de la construcción de la ciudadanía; es una forma de organización del poder que implica la existencia y buen funcionamiento del Estado; implica una ciudadanía integral, esto es, el pleno reconocimiento de la ciudadanía política, la ciudadanía civil y la ciudadanía social. Es una experiencia histórica particular en la región (A.L.), que debe ser entendida y evaluada en su especificidad; tiene en el régimen electoral un elemento fundamental, pero no se reduce a las elecciones (PNUD:2004)
Con Estados débiles y mínimos sólo puede aspirarse a conservar democracias electorales. La democracia de ciudadanas y ciudadanos requiere de una estatalidad que asegure la universalidad de los derechos.
El problema, o mejor dicho los dos problemas, el de la democracia y el del Estado de derecho, son generados por una aporía. “Crisis del Estado”, como sabemos, significa esencialmente crisis de la soberanía estatal, que se manifiesta en el desplazamiento de cuotas crecientes de poderes y de funciones públicas, tradicionalmente reservadas a los Estados, fuera de sus confines territoriales. En la edad de la globalización el futuro de cada país depende cada vez menos de la política interna y siempre más de decisiones externas, tomadas en sedes políticas supranacionales o por poderes económicos globales.
Esto vale para los Estados europeos, los cuales —más allá del carácter ciertamente creciente de su proceso de integración— han transferido una parte relevante de sus funciones públicas a una estructura institucional como la Unión Europea que, hasta que no tenga una verdadera Constitución, está marcada por un pesado déficit de representatividad democrática y de garantías constitucionales. Pero vale todavía más para los países pobres, a los cuales Occidente exportó en el siglo XX el modelo institucional del Estado, junto a la ilusión de que con ello se garantizaba la autodeterminación y la independencia, y cuyo futuro, por el contrario, depende cada vez más de decisiones tomadas en el centro del mundo: es decir, de las políticas decididas, “democráticamente”, por las mayorías ricas y satisfechas de los países occidentales.
El consenso mayoritario, la democracia política y la ciudadanía, que hacia adentro de las democracias occidentales han operado hasta hoy como factores de inclusión, de afirmación de la igualdad y de expansión de los derechos, en el plano mundial están operando por el contrario como factores de exclusión: de las minorías marginadas en los países ricos y de la mayoría de los seres humanos a nivel planetario. En suma, se ha roto el nexo democracia/pueblo y poder decisional/Estado de derecho, tradicionalmente mediado por la representación y por el primado de la ley y de la política a través de la cual la ley se producía.
Debemos entonces preguntarnos, nos dice E. Dussel (2011), frente a esta mutación de paradigma de la esfera pública y de la política, ¿podemos todavía hablar —en qué sentido y bajo cuáles condiciones— de “democracia”?
El nexo Estado- democracia es un nexo necesario, de forma tal que el declive del Estado produciría el declive de la democracia, ¿o es, por el contrario, posible, al menos en el plano teórico, refundar las formas de la democracia de manera que estén a la altura de lo que Jürgen Habermas (1999) ha llamado la “política interna del mundo”? Más específicamente: ¿existe un nexo entre el “demos” en el sentido comunitario del término —es decir, como “nación”, o “cuerpo colectivo”, o sea como conjunto de individuos reunidos por una lengua, una cultura y unos valores comunes— y la democracia? ¿Es posible una democracia sin Estado?
La crisis del Estado nacional y el déficit de democracia y de Estado de derecho que caracteriza los nuevos poderes extra y supra-estatales no imponen repensar sólo el Estado sino también, y diría que incluso más, el orden (o el desorden) internacional; o mejor repensar al Estado dentro del nuevo orden internacional y repensar el orden internacional sobre la base de la crisis del Estado. Repensar el orden internacional quiere decir darse cuenta de la ausencia de una esfera pública internacional a la altura de los nuevos poderes extra y supra-estatales: entendiendo como “esfera pública” el conjunto de las instituciones y de las funciones que están destinadas a la tutela de intereses generales, como la paz, la seguridad y los derechos fundamentales y que forman por tanto el espacio y el presupuesto tanto de la política como de la democracia.
El concepto de gobernabilidad democrática, está siendo drásticamente trastornado por la nueva hegemonía globalizante del neoliberalismo, en la que la desterritorialización de la política y de la soberanía nacional constituyen el fundamento del nuevo orden político mundial, en el que la gobernabilidad está forzada a enfrentarse a una nueva trascendencia, la de un espacio que cada vez más carece de las determinaciones nacionales o dicho de otra manera, con un espacio que no tiene límites, que asume la forma política del Imperio (Negri y Hardt: 2001)
Conceptualizada en una primera fase como “reforma democrática” del Estado, ésta reconoce como requisito esencial para la viabilidad de la acción pública y el fortalecimiento de la democracia participativa, la recuperación de la facultades y la fortaleza del Estado en la rectoría de las políticas públicas, planificación, control y gestión.
En este sentido, la estrategia de “reforma” (para una posterior transformación) ha de contemplar, entre otros, la reorganización y fortalecimiento del poder ejecutivo –a través de la descorporativización de entidades fuertemente ligadas a los poderes económicos fácticos y la recuperación de la soberanía-, la creación de mecanismos de coordinación intersectorial, con un modelo de gestión territorial de desarrollo, que combina la descentralización y desconcentración de competencias entre gobierno nacional, gobiernos territoriales y comunidades; además de la desburocratización de la atención al público y la modernización de la gestión. Un Estado amplio, fuerte y cerca de la gente.
La crisis del Estado-nación, a la cual asistimos hoy, es un fenómeno relativamente reciente cuya aceleración aumenta a medida que las condiciones que la provocaron se agudizan. Existe a la base, una inmensa ofensiva ideológica contra el Estado que desencadenan los medios políticos, académicos y de prensa más apegados al capitalismo neoliberal. Esta ofensiva, que impugna el papel del Estado en todas sus dimensiones, socava los fundamentos políticos, sociales y culturales del Estado-Nación.
En la actualidad existe un amplio consenso mundial que la reducción del Estado emprendida por el interés de los organismos multilaterales de crédito, ha contribuido a establecer un importante debate político y científico sobre la necesidad de su recuperación.
A partir de los años ochenta, El Salvador y otros países de la región iniciaron una doble transición, de régimen político y régimen socio económico. En efecto, el tránsito desde un régimen autoritario a uno democrático fue sucedido de inmediato por un brusco viraje desde un modelo de estado centrista a una mercado-centrista. En El Salvador, esta transformación sucedía en plena guerra civil, la cual también fue un factor importante en el desmontaje de la dictadura militar, por parte de las fuerzas insurgentes.
Aunque dicho modelo fue presentado pomposamente como una reforma del Estado moderno, en los hechos solo provocó una reducción del aparato estatal, bajo la promesa de que ese modelo establecería un Estado eficiente. El descomunal traslado de los bienes y herramientas de control al mercado, concretada en esos años y consolidada en los 90´s, no se trató en ningún momento de alguna forma de Estado, ni mucho menos su consolidación, sino más bien su debilitamiento.
El Estado fue reducido a su dimensión económica, como administrador de los grandes negocios y la especulación financiera privada, ignorando por completo su papel social y otras tareas no menos relevantes como la seguridad pública y el desarrollo de la administración de justicia.
El desmantelamiento del Estado ocasionado por las denominadas reformas pro-mercado puso pronto en evidencia que un régimen democrático descansa en la estructura del Estado y que un Estado reducido no promueve una democracia mejor, en la que el ciudadano tenga las voz cantante.
En el campo científico de la sociología política conceptos como poder, sistema, gobierno, estructura y otros, pero especialmente el de democracia, son accesibles sobre procedimientos conceptuales específicos, por esto la gran necesidad de la definición y la construcción lingüística base de la investigación científica. Se puede vivir con el sentido común, pero no existe razón para rechazar el lenguaje científico, pues sobran informaciones e ilusiones, pero faltan marcos de referencia que las interpreten. Los datos son imprescindibles, de hecho la ciencia se nutre de datos, pero ellos no son por muy empíricos que se presente, un fin en sí, requieren ser interpretados, comprendidos y explicados.
En lo que se refiere a democracia este se ha prestado a mucha confusión en el lenguaje político, la variedad de definiciones (algunas de ellas a conveniencia de quienes dirigen el poder) provoca que se entienda y funcione de manera desafortunada, pero para la explicación científica de lo político esta es fundamental, como el cuerpo humano para la medicina, o como la materia y la energía para la física. Saber lo más objetivamente posible su definición y sobretodo su funcionamiento en forma maximalista, nos llevará a entender sus posibilidades y límites. El ideal democrático, sostiene Sartori, no es totalmente la realidad democrática, ni la demostración real es totalmente ideal.
A partir de los fundamentos teóricos, se argumenta que la democracia supone una idea del ser humano y de la construcción de la ciudadanía; es una forma de organización del poder que implica la existencia y buen funcionamiento del Estado; implica una ciudadanía integral, esto es, el pleno reconocimiento de la ciudadanía política, la ciudadanía civil y la ciudadanía social. Es una experiencia histórica particular en la región (A.L.), que debe ser entendida y evaluada en su especificidad; tiene en el régimen electoral un elemento fundamental, pero no se reduce a las elecciones (PNUD:2004)
Con Estados débiles y mínimos sólo puede aspirarse a conservar democracias electorales. La democracia de ciudadanas y ciudadanos requiere de una estatalidad que asegure la universalidad de los derechos.
El problema, o mejor dicho los dos problemas, el de la democracia y el del Estado de derecho, son generados por una aporía. “Crisis del Estado”, como sabemos, significa esencialmente crisis de la soberanía estatal, que se manifiesta en el desplazamiento de cuotas crecientes de poderes y de funciones públicas, tradicionalmente reservadas a los Estados, fuera de sus confines territoriales. En la edad de la globalización el futuro de cada país depende cada vez menos de la política interna y siempre más de decisiones externas, tomadas en sedes políticas supranacionales o por poderes económicos globales.
Esto vale para los Estados europeos, los cuales —más allá del carácter ciertamente creciente de su proceso de integración— han transferido una parte relevante de sus funciones públicas a una estructura institucional como la Unión Europea que, hasta que no tenga una verdadera Constitución, está marcada por un pesado déficit de representatividad democrática y de garantías constitucionales. Pero vale todavía más para los países pobres, a los cuales Occidente exportó en el siglo XX el modelo institucional del Estado, junto a la ilusión de que con ello se garantizaba la autodeterminación y la independencia, y cuyo futuro, por el contrario, depende cada vez más de decisiones tomadas en el centro del mundo: es decir, de las políticas decididas, “democráticamente”, por las mayorías ricas y satisfechas de los países occidentales.
El consenso mayoritario, la democracia política y la ciudadanía, que hacia adentro de las democracias occidentales han operado hasta hoy como factores de inclusión, de afirmación de la igualdad y de expansión de los derechos, en el plano mundial están operando por el contrario como factores de exclusión: de las minorías marginadas en los países ricos y de la mayoría de los seres humanos a nivel planetario. En suma, se ha roto el nexo democracia/pueblo y poder decisional/Estado de derecho, tradicionalmente mediado por la representación y por el primado de la ley y de la política a través de la cual la ley se producía.
Debemos entonces preguntarnos, nos dice E. Dussel (2011), frente a esta mutación de paradigma de la esfera pública y de la política, ¿podemos todavía hablar —en qué sentido y bajo cuáles condiciones— de “democracia”?
El nexo Estado- democracia es un nexo necesario, de forma tal que el declive del Estado produciría el declive de la democracia, ¿o es, por el contrario, posible, al menos en el plano teórico, refundar las formas de la democracia de manera que estén a la altura de lo que Jürgen Habermas (1999) ha llamado la “política interna del mundo”? Más específicamente: ¿existe un nexo entre el “demos” en el sentido comunitario del término —es decir, como “nación”, o “cuerpo colectivo”, o sea como conjunto de individuos reunidos por una lengua, una cultura y unos valores comunes— y la democracia? ¿Es posible una democracia sin Estado?
La crisis del Estado nacional y el déficit de democracia y de Estado de derecho que caracteriza los nuevos poderes extra y supra-estatales no imponen repensar sólo el Estado sino también, y diría que incluso más, el orden (o el desorden) internacional; o mejor repensar al Estado dentro del nuevo orden internacional y repensar el orden internacional sobre la base de la crisis del Estado. Repensar el orden internacional quiere decir darse cuenta de la ausencia de una esfera pública internacional a la altura de los nuevos poderes extra y supra-estatales: entendiendo como “esfera pública” el conjunto de las instituciones y de las funciones que están destinadas a la tutela de intereses generales, como la paz, la seguridad y los derechos fundamentales y que forman por tanto el espacio y el presupuesto tanto de la política como de la democracia.
El concepto de gobernabilidad democrática, está siendo drásticamente trastornado por la nueva hegemonía globalizante del neoliberalismo, en la que la desterritorialización de la política y de la soberanía nacional constituyen el fundamento del nuevo orden político mundial, en el que la gobernabilidad está forzada a enfrentarse a una nueva trascendencia, la de un espacio que cada vez más carece de las determinaciones nacionales o dicho de otra manera, con un espacio que no tiene límites, que asume la forma política del Imperio (Negri y Hardt: 2001)
Conceptualizada en una primera fase como “reforma democrática” del Estado, ésta reconoce como requisito esencial para la viabilidad de la acción pública y el fortalecimiento de la democracia participativa, la recuperación de la facultades y la fortaleza del Estado en la rectoría de las políticas públicas, planificación, control y gestión.
En este sentido, la estrategia de “reforma” (para una posterior transformación) ha de contemplar, entre otros, la reorganización y fortalecimiento del poder ejecutivo –a través de la descorporativización de entidades fuertemente ligadas a los poderes económicos fácticos y la recuperación de la soberanía-, la creación de mecanismos de coordinación intersectorial, con un modelo de gestión territorial de desarrollo, que combina la descentralización y desconcentración de competencias entre gobierno nacional, gobiernos territoriales y comunidades; además de la desburocratización de la atención al público y la modernización de la gestión. Un Estado amplio, fuerte y cerca de la gente.
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