Las negrillas, subrayados y separación de algunos párrafos son para efectos de estudio.
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El imperialismo surgió como desarrollo y continuación directa de las propiedades fundamentales del capitalismo. V.I. Lenin
Una de los fenómenos
sociales de mayor repercusión en el vida humana desde hace mucho tiempo es la
política. Como fenómeno engendrado por el accionar de la sociedad es de gran
complejidad y, en cierto sentido, incomprensible para muchas personas, lo cual
provoca un sentimiento de rechazo, que vulgarmente se expresa en frases como:
la política es una cosa sucia, yo no me meto en política, mi vida no tiene nada
que ver con la política. La descalificación de lo político es un fenómeno
universal, hoy agravado por el discurso neoliberal y el debilitamiento del
Estado.
Sin embargo, la realidad es
bien distinta, pues la política tiene que ver con la vida de todos los seres
humanos desde que surgiera y se involucra en los más simples actos de la
cotidianeidad ciudadana. Tiene que ver con el gigantesco y turbulento cambio
del sistema productivo, de los valores y las pautas de conducta de la sociedad
y de la organización y naturaleza del Estado, que en algunos países como El
Salvador es casi disfuncional.
En este nuevo escenario, la
intermediación de los partidos políticos tradicionales burgueses -o si se prefiere el monopolio de la
intermediación – se ha desnaturalizado y está comprometida.
Cada
vez más los partidos (uno de los elementos componentes del sistema político)
son vistos por la población como muros que se interponen entre el Estado y la
sociedad, antes que como puentes que los ponen en contacto con las
instituciones.
Crece más la sensación de
que la única preocupación de los partidos tradicionales son las cutas de poder,
antes que pensar en el pueblo y sus necesidades, como si toda la atención
estuviera en cómo llegar al poder, antes que preguntarse para qué. En consecuencia, la sociedad se aleja de los partidos
políticos y busca de distintas maneras, cómo tener la atención del Estado.
Estos partidos
tradicionalistas, se cierran sobre sí mismos, ponen candados en las puertas del
sistema y se autoproclaman como una clase diferente.
La
mal llamada clase política. Una “clase
política” que no tiene otro objetivo que su propio poder y cada vez más, el enriquecimiento personal de
sus miembros y que sin duda, no hace
posible la democracia, ya que cualquier intento de construir democracia puede
ser destruida “desde ella misma, por el
control ejercido desde el poder de las oligarquías o por partidos que acumulan
recursos económicos o políticos para imponer su elección a ciudadanos reducidos
al simple papel de votantes” sostiene el sociólogo Alain Touraine (¿Qué es la democracia?)
Al mismo tiempo,
insistimos, su función de representación también se encuentra seriamente disminuida.
Su vinculación con la opinión es cada vez más complicada.
Es
como si los partidos tradicionales se
han convertido en sectas cerradas, en logias de intereses, en roscas como se
dice popularmente.
En esa medida, los acuerdos
políticos, uno de los elementos importantes de la capacidad de gobierno, se
juzgan crecientemente, como si apenas se tratara de componendas entre grupos
interesados en conversar sus
privilegios.
Recientes encuestas nos han
mostrado que otras instancias de acceso popular como las iglesias y varias
organizaciones populares, tienen niveles de representatividad mucho más altos
que las instituciones políticas tradicionales y la justicia.
Desde
luego, la corrupción y la pobreza son, sin duda los grandes factores de
desprestigio del sistema.
La
magnitud y la gravedad de la percepción que la población tiene de la decadencia del sistema político,
es verdaderamente alarmante.
Pero debe de subrayarse que
la corrupción en los partidos políticos tradicionales es particularmente grave
porque corrompe las propias instituciones creadas para combatir el crimen. Si
funcionarios electos o nombrados: diputados, alcaldes, fiscales, magistrados,
jueces y policías son corruptos, la sociedad está indefensa e inerme.
Esta corrupción se
convierte en un factor de atraso económico y social, de conflictos sociales
graves y de inestabilidad política. Y, como ya hemos visto, la ciudadanía tiene
una idea muy precisa de lo que está pasando.
“Cuando
la política necesita dinero desesperadamente y el dinero busca influencia
política desesperada, el dinero y la política no pueden mantenerse alejados”
(R. Dworkin).
Tal
vez tengamos razón y este es el tiempo de los mercaderes. Por eso el lenguaje
político es el del dinero y los negocios, y la corrupción su instrumento
natural de accionar.
¿Seguiremos permitiendo los
salvadoreños la existencia de un mercado
de la democracia, en el que la voluntad popular sea objeto de transacciones
de por sí espurias?
La conclusión que se
desprende de lo anterior, es que la débil democracia en El Salvador está
constantemente amenazada por la peligrosa pérdida de representatividad e ilegitimidad
de los partidos tradicionales y conversadores.
En
este sentido, los defectos habituales de la política en nuestro país, el
clientelismo, el incumplimiento de las promesas electorales, la falta de
consistencia ideológica, la corrupción y la influencia de un poderoso crimen
organizado, se ciernen como un fuerte torbellino sobre las ya desgastadas
instituciones del Estado.
La
política no es sucia, la hemos ensuciado.
Por ello, la necesidad de
cambiar este deteriorado orden político y jurídico, no ésta en discusión en el seno de la izquierda (¿o sí?), pues se
observa un razonable consenso en ello, correspondiente al llamado rediseño del
Estado y consolidación del poder popular, lo cual implica necesariamente el
reemplazo de la burguesía como clase dominante y la sustitución del Estado capitalista
neoliberal por un Estado Social de Derecho, fuerte y robusto, con capacidad de
construir un orden equitativo, como requisito inmediato para pensar en el
cambio histórico trazado en nuestro horizonte.
La
especificidad de la vía salvadoreña hacia una metamorfosis nacional histórica,
como un proceso complejo y de largo plazo, estaría en que la toma del poder
no precede, sino que sigue a la transformación de la sociedad;
en otras palabras, es la modificación de la infraestructura social lo que,
alterando la correlación de fuerzas, impone y hace posible la modificación de
la superestructura.
La toma del poder se
realizaría así gradualmente sin necesidad de recurrir en cierto sentido, a la
violencia (¿?), hasta el punto de formar un nuevo Estado, correspondiente a la
estructura socialista que se habría ido creando. La experiencia en el centro de
América del Sur es hoy digna de ser estudiada, aunque no copiada.
La
discusión sobre si existe o no una vía salvadoreña al socialismo, sería
irrelevante si no implica dos supuestos: primero, el que hayamos definido
nuestro camino de transición al
socialismo o no; segundo, el que el carácter peculiar que asume hoy la lucha de
clases tiene el status de un modelo
distinto al que se ha presentado en otros países que lograron instaurar la
dictadura del proletariado.
En efecto, a la pregunta de
si existe una vía al socialismo, la
repuesta sólo puede ser afirmativa: existen tantas vías al socialismo cuanto
sean los pueblos que emprendan, bajo la dirección de los trabajadores, la tarea
de cambiar a la sociedad explotadora
burguesa y su sistema político en crisis. Pero ninguna de ellas es en sí un modelo,
todas se rigen por las leyes generales de la revolución del pueblo, tal como la
ciencia marxista las ha definido.
Bajo la visión mecánica de
mundo, la obsesión por la eficiencia continuará deshumanizando el desarrollo y generando
mayor vulnerabilidad para todas las formas de vida en el Planeta. Bajo la
visión economicista de mundo, la existencia continuará como una lucha salvaje
por la sobrevivencia, bajo el credo de la competitividad, que trasforma la
realidad en una arena donde solo existen competidores. Bajo la visión holística
de mundo, la complejidad de la realidad emerge como un sistema dinámico y
contradictorio, donde solo la solidaridad puede promover las negociaciones
necesarias para construir la protección de todas las formas de vida en el
Planeta. En la competencia entre estas visiones de mundo, la visión economicista
está prevaleciendo entre las iniciativas oficiales, internacionales y
nacionales. Pero aún hay esperanza. La globalización es una construcción
social, y por eso los pueblos podemos cambiarla.
La esperanza es la última
que muere, dirían los optimistas; pero muere, dirían los pesimistas.
Los realistas dirían, pero como la humanidad no puede vivir sin esperanza,
hagamos algo para que no muera la esperanza. La sociedad civil debe organizarse
para construir más espacios públicos para la práctica de la democracia
participativa (Souza Silva: 2001) Si el sistema de ideas, sistema de
tecnologías y de institucionalidad del orden corporativo transnacional,
continúan en su trayectoria dominante, se profundizará la exclusión social y la
vulnerabilidad; crecerá inexorablemente el número de los desconectados,
transformados en prisioneros del desamparo y huérfanos de la
esperanza. ¿Hasta cuándo? ¿A qué costo? El cambio histórico en El Salvador,
debe entonces sumarse a un cambio continental de época que nos reta a dar el
salto histórico: construir el nuevo modelo de la integración independiente y multidimensional de nuestra América.
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