MERCADO, REDISTRIBUCIÓN y EQUIDAD
Olvídense de todo lo que han aprendido. Comiencen a soñar.
(Graffiti en una pared de Nanterre. Mayo Francés 1968)
Óscar A. Fernández O.
Partamos de concederle al modelo del mercado el beneficio de creer que es equitativo y sensible a la justicia. Todo modelo tiene el beneficio de la duda, pero recordemos que las realidades no funcionan de acuerdo a la simplificación mental. El mundo real es siempre una aproximación caótica a nuestras construcciones teóricas.
También aceptaremos que las impurezas del mercado no son tan excesivas cómo para declarar su abolición, salvo que estas justifiquen que el mercado se ha degenerado tanto que estemos frente a otra cosa. Por ejemplo dónde la libertad de elección (¡la madre de todas las libertades!) e intercambio y la distribución equitativa de la riqueza sea desplazados por la tiranía de los oligopolios y monopolios y la concentración del capital.
Sin embargo debemos admitir pues está comprobado, que el mercado es una identidad cruel que se rige por la ley del triunfo del más fuerte, del mejor dotado económicamente, del que más tiene, es por aproximación, una suerte de darwinismo social. Aparentemente coloca en la arena a todos con iguales posibilidades para que gane el mejor. No obstante en la actualidad, las reglas de esta competencia han sido tergiversadas por los poderosos y la justa se ha convertido en parodia trágica. Desde luego que no nos referimos al problema de capaces versus incapaces, sino al telón de fondo de la marginación: los débiles, los desvalidos, los vulnerables, los desplazados, los que sólo anhelan desde el otro lado del cerco electrizado dónde una advertencia reza ¡Peligro propiedad privada!
En realidad el sistema de mercado es resultado de un desarrollo espontáneo que no fue concebido ni diseñado por nadie, y desde luego, tampoco por los capitalistas. Los capitalistas no inventaron el mercado, más bien el mercado inventó a los capitalistas; éste existía antes que los sistemas políticos vigentes, por eso creo que es factible hablar de un mercado socializado, obviamente superando el error de la planificación centralizada en los países del este europeo –al margen de las diferencias ideológicas- que radicó en la ineficacia de un mecanismo que pretendió determinar los costes y los precios, mantener un alto nivel de productividad y en general afrontar todos esos problemas que un sistema de mercado justo soluciona con la intervención adecuada y equilibrada de un Estado fuerte, realmente social y democrático.
En nuestro tiempo, las relaciones de dominación y explotación a escala internacional encontraron en la economía de mercado capitalista y en la globalización neoliberal una forma operacionalmente efectiva de expresarse en función de sus intereses de clase. Sin embargo, al subordinarlo todo a los mecanismos mercantilistas y a la necesidad avasalladora de valorizar el capital, resulta inevitable que se generen contradicciones insalvables a escala de la sociedad, tanto sociales como referentes a la propia sustentabilidad de un sistema que ha puesto en crisis los recursos del planeta.
En su análisis de la economía capitalista, Marx y sus sucesores destacaron el carácter anárquico con que se establecía la proporcionalidad en dichas economías y las pérdidas que ello ocasionaba, especialmente durante las grandes crisis. También se criticaban categorías como salario, precio y ganancia con las cuales se encubrían las relaciones de explotación imperantes. Adicionalmente, desde un punto de vista objetivo en las pasadas economías socialistas, la actividad mercantil se vio asociada en no pocas ocasiones a fenómenos negativos, tales como acumulaciones de riqueza privada u otras manifestaciones contrarias al proceso de transformación socialista de la sociedad (González G. Socialismo y mercado. 2002)
Por supuesto que al pensar en un mercado socializado, colocamos primero el interés social para que el mercado sirva al conglomerado directamente y no por “rebalse”, es decir por lo que sobra, que siempre es apropiado por los capitalistas. Es contrario a los principios del mercado que “el gran capital” se abrogue el derecho –que no le corresponde- de apropiarse del mercado, creando un poder de facto que desplaza al pueblo y se sostiene en la cúpula a través de la conspiración y la corrupción, aún siendo minoría electoral en todas partes. Si bien el mercado está en función del individuo no se niega en ningún momento, desde su naturaleza misma, concebir al individuo cómo parte de un ente colectivo que debe procurarse una distribución más justa del esfuerzo del trabajo y de los beneficios que genera el consumo.
Insistimos, no se trata simplemente de implantar un estatismo extremo o de asumir una planificación verticalista sino antes que nada, de combatir a fondo la pobreza y eliminar la distancia entre las desigualdades, aunque la igualdad sea siempre la utopía y el estandarte de la ética y la razón humana. Para los economistas capitalistas actuales quizás esto carezca de valor y se mofen de la idea, sobre todo cuando lo escribe alguien que no es experto en la materia, sin embargo la reflexión a que invitan estas líneas es a cómo colocar las demandas sociales por encima del interés de los grandes predadores que han convertido el mercado en una jungla, en la que nadie puede competir con ellos. El principal problema no son las reglas “naturales” del mercado sino la voracidad del gran capital, como dijo Juan Jacobo Rousseau “Nadie debe ser tan opulento para comprar a otro ni nadie tan pobre para tener que venderse”.
Olvídense de todo lo que han aprendido. Comiencen a soñar.
(Graffiti en una pared de Nanterre. Mayo Francés 1968)
Óscar A. Fernández O.
Partamos de concederle al modelo del mercado el beneficio de creer que es equitativo y sensible a la justicia. Todo modelo tiene el beneficio de la duda, pero recordemos que las realidades no funcionan de acuerdo a la simplificación mental. El mundo real es siempre una aproximación caótica a nuestras construcciones teóricas.
También aceptaremos que las impurezas del mercado no son tan excesivas cómo para declarar su abolición, salvo que estas justifiquen que el mercado se ha degenerado tanto que estemos frente a otra cosa. Por ejemplo dónde la libertad de elección (¡la madre de todas las libertades!) e intercambio y la distribución equitativa de la riqueza sea desplazados por la tiranía de los oligopolios y monopolios y la concentración del capital.
Sin embargo debemos admitir pues está comprobado, que el mercado es una identidad cruel que se rige por la ley del triunfo del más fuerte, del mejor dotado económicamente, del que más tiene, es por aproximación, una suerte de darwinismo social. Aparentemente coloca en la arena a todos con iguales posibilidades para que gane el mejor. No obstante en la actualidad, las reglas de esta competencia han sido tergiversadas por los poderosos y la justa se ha convertido en parodia trágica. Desde luego que no nos referimos al problema de capaces versus incapaces, sino al telón de fondo de la marginación: los débiles, los desvalidos, los vulnerables, los desplazados, los que sólo anhelan desde el otro lado del cerco electrizado dónde una advertencia reza ¡Peligro propiedad privada!
En realidad el sistema de mercado es resultado de un desarrollo espontáneo que no fue concebido ni diseñado por nadie, y desde luego, tampoco por los capitalistas. Los capitalistas no inventaron el mercado, más bien el mercado inventó a los capitalistas; éste existía antes que los sistemas políticos vigentes, por eso creo que es factible hablar de un mercado socializado, obviamente superando el error de la planificación centralizada en los países del este europeo –al margen de las diferencias ideológicas- que radicó en la ineficacia de un mecanismo que pretendió determinar los costes y los precios, mantener un alto nivel de productividad y en general afrontar todos esos problemas que un sistema de mercado justo soluciona con la intervención adecuada y equilibrada de un Estado fuerte, realmente social y democrático.
En nuestro tiempo, las relaciones de dominación y explotación a escala internacional encontraron en la economía de mercado capitalista y en la globalización neoliberal una forma operacionalmente efectiva de expresarse en función de sus intereses de clase. Sin embargo, al subordinarlo todo a los mecanismos mercantilistas y a la necesidad avasalladora de valorizar el capital, resulta inevitable que se generen contradicciones insalvables a escala de la sociedad, tanto sociales como referentes a la propia sustentabilidad de un sistema que ha puesto en crisis los recursos del planeta.
En su análisis de la economía capitalista, Marx y sus sucesores destacaron el carácter anárquico con que se establecía la proporcionalidad en dichas economías y las pérdidas que ello ocasionaba, especialmente durante las grandes crisis. También se criticaban categorías como salario, precio y ganancia con las cuales se encubrían las relaciones de explotación imperantes. Adicionalmente, desde un punto de vista objetivo en las pasadas economías socialistas, la actividad mercantil se vio asociada en no pocas ocasiones a fenómenos negativos, tales como acumulaciones de riqueza privada u otras manifestaciones contrarias al proceso de transformación socialista de la sociedad (González G. Socialismo y mercado. 2002)
Por supuesto que al pensar en un mercado socializado, colocamos primero el interés social para que el mercado sirva al conglomerado directamente y no por “rebalse”, es decir por lo que sobra, que siempre es apropiado por los capitalistas. Es contrario a los principios del mercado que “el gran capital” se abrogue el derecho –que no le corresponde- de apropiarse del mercado, creando un poder de facto que desplaza al pueblo y se sostiene en la cúpula a través de la conspiración y la corrupción, aún siendo minoría electoral en todas partes. Si bien el mercado está en función del individuo no se niega en ningún momento, desde su naturaleza misma, concebir al individuo cómo parte de un ente colectivo que debe procurarse una distribución más justa del esfuerzo del trabajo y de los beneficios que genera el consumo.
Insistimos, no se trata simplemente de implantar un estatismo extremo o de asumir una planificación verticalista sino antes que nada, de combatir a fondo la pobreza y eliminar la distancia entre las desigualdades, aunque la igualdad sea siempre la utopía y el estandarte de la ética y la razón humana. Para los economistas capitalistas actuales quizás esto carezca de valor y se mofen de la idea, sobre todo cuando lo escribe alguien que no es experto en la materia, sin embargo la reflexión a que invitan estas líneas es a cómo colocar las demandas sociales por encima del interés de los grandes predadores que han convertido el mercado en una jungla, en la que nadie puede competir con ellos. El principal problema no son las reglas “naturales” del mercado sino la voracidad del gran capital, como dijo Juan Jacobo Rousseau “Nadie debe ser tan opulento para comprar a otro ni nadie tan pobre para tener que venderse”.
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